El Retorno del Hombre
Desde que había renunciado, forzado por las circunstancias y a fin de impedir una guerra civil, el Hombre se propuso volver. Y organizó un dispositivo político sin parangón en la historia universal. Era un estratega, manejaba con maestría los tiempos, conocía las miserias y virtudes de sus compatriotas.
En 1964 le frustraron el retorno. Los gobernantes de entonces, pertenecientes a la Unión Cívica Radical del Pueblo, amparados en la imagen bonachona de Arturo Illia y custodiados por la Marina colorada, apenas lo dejaron aterrizar en Brasil. Pero el Hombre, de ningún modo, se resignó. Aceptó el convite: “Me mojaron otra vez la oreja”, habrá mascullado en silencio y se marchó nuevamente a España, a presentar batalla, armado de inteligencia hasta los dientes, proscripto por falsos demócratas.
John William Cooke argumentaba, en los fogones militantes, que el Operativo Retorno frustrado tenía mucho de positivo. Porque demostraba la intención perseverante y consecuente del Hombre que quería volver para servir a su Patria y a su Pueblo. Así, interpretaba Cooke, el Hombre encendía la misión avasallante en los compañeros que, en aquella época, daban la vida por la causa nacional y miraban al cielo, esperando el Avión Negro…
En la misma cañonera paraguaya, apretando fuerte contra su pecho una imagen pequeña de la Virgen de Luján, el Hombre se había juramentado volver. Corría el mes de septiembre del 55 funesto y una lluvia insensible congelaba los huesos. El Río de la Plata era más puma que nunca y se revolcaba entre truenos y sudestada. Buenos Aires, plomiza y soberbia, encerraba la venganza en sus edificios elegantes. Pero el Hombre soñaba el regreso: “Algún día volveré y les entregaré en holocausto mi corazón, de soldado sanmartiniano, a mis queridos cabecitas negras”.
Transcurrieron casi 18 años de tácticas al servicio de la estrategia del Hombre. Voto en blanco, apoyos limitados a presidencias condicionadas por el Partido Militar, avances y retrocesos. Dos pasos adelante y cuatro para atrás, tres para la izquierda y otro poco a la derecha. Pegarles a los dictadores en todos partes y después sentarse a la mesa a negociar sin claudicar. Dialogar para prosperar, aun corriendo riesgos peligrosos. Hacerles creer, a propios y extraños, que se había cambiado de camiseta para lucir la originaria, más limpia que nunca.
Madrid fue La Meca y mil veces el sueño inalcanzable de quienes tenían hambre y sed de justicia. Pero la fe era eso: creer con firmeza. Entonces, los hijos de padres antiperonistas nacían Compañeros. Y los abuelos veían a sus nietos que empuñaban el fusil rebelde, embanderados en la Revolución inconclusa, leales combatientes del Tirano Prófugo.
Los niños y las niñas privilegiados engrosaban las filas de la Jotapé y se jugaban el pellejo en la Primera Resistencia, acompañando a los veteranos más audaces. La Patria se convertía, lentamente, en un inmenso paredón firmado por la PV: “Perón Vuelve”.
La epopeya temporal y aguerrida iba a imponerse por el propio peso de las condiciones creadas. Y así fue.
En Roma, el Padre Compañero Carlos Mugica celebró la misa del retorno.
El avión no era negro. Era de gloria. Levantó vuelo en Italia y al ingresar en territorio argentino la delegación entonó el Himno Nacional y la Marcha Peronista. Para que el Hombre llore de alegría y deposite –definitivamente- sus amores eternos en una estrella federal.
Se llamaba Juan Domingo. Teniente General del Pueblo. Líder Inmortal de los Descamisados. Viudo de Evita. Esposo de Isabel. Cordero Pascual inmolado por la intolerancia fratricida. Conductor del Movimiento Nacional Justicialista. Creador de la Tercera Posición. Humanismo Cristiano. Ni yanquis ni marxistas.
El Hombre regresó elevado por una multitud sagrada. Su apellido era Perón, sinónimo de Grandeza, de pertenencia celeste, de pasión vertical y trascendente. Por él, por el hermano criollo y todavía irredento, se hizo el Luche y Vuelve, la leyenda real, la victoria infinita.
El 17 de noviembre de 1972 se cumplió el plan que el Hombre había pergeñado en la cañonera paraguaya, bajo la lluvia septembrina del 55.
Había que barajar y dar de nuevo. Olvidó viejos rencores y se abrazó a sus enemigos de antaño llamándolos adversarios. Le faltó salud. Dolido por las impertinencias de los de adentro falleció con todos los honores. Al cerrar sus ojos quedamos huérfanos. Aún sonaba en sus oídos la más maravillosa música…
No lo dejaron descansar en paz. El odio ultrajó su cadáver.
Llegó la hora de los buitres: carcomieron su herencia.
Buscaron reemplazarlo y fracasaron.
Su legado demanda continuidad. Permanece invicto.
Por eso, hoy más que nunca, en medio de tanta cultura cambalache y tanta ingratitud, debemos ser sus manos, su corazón patriota y su Doctrina rectora. Para seguir volviendo, si lo merecemos, por mandato del Pueblo. Como siempre. Militantes.
Horacio Enrique Poggi.